Cómo Funciona la Mente
Steven Pinker
La
mente, y creo que esto merece atención, no es un órgano único sino un
sistema de órganos, que podemos pensar como facultades psicológicas o
módulos mentales. Las entidades que actualmente se suelen evocar para
explicar la mente, a saber, la inteligencia general, una cierta capacidad
para la cultura y las estrategias de aprendizaje polivalentes
o universales, desaparecerán como la teoría del protoplasma
desapareció dela biología o la teoría de los cuatro elementos del ámbito
de la física. Estas entidades son tan difusas, en comparación con el
fenómeno exacto que pretenden explicar, que para ser operativas se les
debe conceder poderes casi mágicos. Cuando los fenómenos se ponen bajo las
lentes de un microscopio, descubrimos que la textura compleja del mundo
cotidiano es sostenida no por una única sustancia, sino por muchas capas
de maquinaria muy elaborada.Ya hace tiempo que los biólogos sustituyeron
el concepto de un omnipotente protoplasma por el concepto de
mecanismos funcionalmente especializados. Los sistemas de órganos del
cuerpo realizan sus tareas porque cada uno de ellos está construido
siguiendo una estructura particular diseñada a medida de la tarea que
deben ejecutar. El corazón hace circular la sangre por el cuerpo porque
está construido como una bomba hidráulica; los pulmones oxigenan la sangre
al haber sido construidos como intercambiadores de gases. Los pulmones no
pueden bombear la sangre ni el corazón oxigenarla. Esta especialización
se reproduce a todos los niveles. El tejido del corazón difiere del
pulmonar, las células del corazón difieren de las pulmonares, y muchas de
las moléculas que constituyen las células del músculo cardíaco difieren de
las que forman los pulmones. Si esto no fuera cierto, los órganos del
cuerpo no funcionarían. Así como un hombre de muchos oficios no
domina ninguno, lo mismo se puede afirmar de nuestros órganos mentales y
de los órganos físicos. El desafío que supone el robot también rubrica
esta afirmación, ya que construir un robot plantea muchos problemas de
ingeniería de programación, y para resolverlos son precisas diferentes
estratagemas. Tomemos, por ejemplo, el primer problema que hemos
planteado, el sentido de la vista. Una máquina dotada de visión tiene que
resolver un problema denominado óptica inversa. La óptica común es aquella
disciplina de la física que permite predecir cómo un objeto con una
cierta figura, hecho de un cierto material e iluminación proyecta el
mosaico de colores que denominamos imagen retínica. La óptica es una
disciplina bien conocida, que se aplica al dibujo, la fotografiaba
ingeniería de telecomunicaciones y, en fecha más reciente, a la infografía
y la realidad virtual. Con todo, el cerebro tiene que resolver el
problema opuesto. El input es la imagen
retínica y el output es una especificación de los objetos del mundo y de
qué están hechos, es decir, lo que sabemos que estamos viendo. Toda la
dificultad estriba en esto. La óptica inversa es lo que los ingenieros
denominan «un problema mal planteado». En su aspecto literal carece de
solución. Al igual que es fácil multiplicar algunos números y expresar el
producto, pero imposible a partir de un producto enunciar los números que
se han multiplicado para obtenerlo, la óptica es una disciplina fácil,
pero la óptica inversa, imposible.Y, con todo, el cerebro la aplica
cada vez que abrimos la nevera y sacamos un tarro. ¿Cómo puede
ser? La respuesta es que el
cerebro aporta la información que falta, es
decir, la información sobre el mundo en que evolucionamos y el modo en que
éste refleja la luz. Si el cerebro visual «supone» que vive en un tipo de
mundo determinado —un mundo iluminado de manera regular y constituido
en su mayor parte por partes rígidas con superficies lisas y redondeadas,
coloreadas de modo uniforme—, puede formular conjeturas acertadas sobre
lo que hay ahí fuera.Tal como vimos anteriormente, resulta imposible
distinguir el carbón de la nieve al examinar la luminosidad de sus
proyecciones retínicas. Pero pongamos por caso que existe un módulo capaz
de percibir las propiedades de las superficies y que lleva incorporado el
siguiente supuesto: «el mundo se halla iluminado de modo uniforme y
suave». El módulo puede resolver, el problema del carbón y la nieve en
sólo tres etapas: primero, sustrayendo cualquier gradiente de luminosidad
desde un extremo de la escena hasta el otro; segundo, estimando a
continuación el nivel medio de luminosidad del conjunto de la escena; y
tercero, finalmente, calculando la sombra de gris de cada mancha restando
su luminosidad de la luminosidad media. Las mayores desviaciones con valor
positivo respecto de la media son visualizadas como cosas blancas,
mientras que las mayores desviaciones negativas lo son como negras. Si la
iluminación es realmente uniforme y suave, estas percepciones registrarán
las superficies del mundo de forma exacta. Dado que el planeta satisfizo,
en mayor o menor grado, el supuesto de la iluminación uniforme a lo largo
de eones de tiempo, la selección natural acertó al incorporar este
supuesto.
El
módulo de percepción de superficies resuelve un problema
irresoluble,
pero para ello debe pagar un precio. El cerebro ha abandonado
cualquier
pretensión de ser un solucionador de problemas. Se le ha
equipado
con un dispositivo que percibe la naturaleza de las superficies
en
las condiciones características de la tierra porque se ha especializado
en
este restringido problema. Basta con cambiar ligeramente el problema,
y
el cerebro ya no lo resolverá. Pongamos, por ejemplo, que situamos
a
una persona en un mundo que no se halla envuelto por la luz solar, sino
por
un mosaico de luces astutamente dispuesto. Si el módulo de percepción
de
la superficie supone que la iluminación es uniforme, se vería
seducido
a alucinar la existencia de objetos que no son. ¿Podría suceder,
en
realidad, algo así? De hecho, sucede cada día. Denominamos a estas
alucinaciones
pase de diapositivas, películas y televisión (que se completa
con
la ilusión del negro que antes expusimos). Al mirar la televisión,
contemplamos
fijamente un trozo de vidrio trémulo y reluciente, pero
nuestro
módulo de percepción de superficies le cuenta al resto de nuestro
cerebro
que lo que estamos viendo son personas y lugares reales. El
módulo
queda al descubierto, pues, en lugar de aprehender la naturaleza
de
las cosas, confía en su velo de engaño. Este velo de engaño está tan
profundamente
incorporado en el interior del funcionamiento de nuestro
cerebro
visual que no podemos borrar los supuestos que lleva inscritos.
Incluso
una persona que dedica todo su tiempo libre a ver la televisión
en
su casa, llegará al final de sus días sin que el sistema visual «aprenda
»
que la televisión es un vidrio que brilla gracias a todos sus puntos
fosforescentes,
y esa persona nunca disipará la ilusión que le induce a
creer
que detrás del cristal existe todo un mundo.
Los
demás módulos mentales precisan de sus propios velos de engaño
para
resolver los problemas irresolubles que se les plantean. Un médico
que
quiera averiguar cómo se mueve el cuerpo cuando se contraen los
músculos
tiene que solucionar problemas de cinemática (geometría del
movimiento)
y de dinámica (los efectos de la fuerza). Pero un cerebro
que
tiene que descifrar cómo contraer los músculos para hacer que el
cuerpo
se mueva tiene que resolver los problemas en los ámbitos de la
cinemática
y la dinámica inversas: debe saber qué fuerzas se deben aplicar
a
un cuerpo para hacer que se mueva siguiendo una trayectoria determinada.
Al
igual que la óptica inversa, la cinemática y la dinámica inversas
son
problemas mal planteados. Nuestros módulos motores los solucionan
haciendo
suposiciones extrañas pero razonables, no ya suposiciones sobre
la
iluminación, sino sobre los cuerpos en movimiento.
Nuestro
sentido común acerca de las otras personas es una especie de
psicología
intuitiva en la que intentamos inferir cuáles son las creencias y
deseos
de la gente a partir de lo que hacen, e intentamos predecir qué
harán
a partir de nuestras conjeturas sobre sus creencias y deseos. Esta
psicología
intuitiva, con todo, tiene que suponer que los demás tienen
creencias
y deseos, al tiempo que debe tenerse presente que no podemos
sentir
sensorialmente una creencia o deseo en la cabeza de otra persona
como
si oliésemos sardinas. Si no viéramos el mundo social a través de las
lentes
de este supuesto seríamos como los robots de la generación Samaritano
I,
que se inmolaban para salvar un saco con semillas o como los
Samaritano
II, que se arrojaban por la borda para salvar cualquier objeto
que
tuviese una cabeza de aspecto humano, incluso si ésta pertenecía a
una
gran muñeca hinchable. (Más adelante veremos que hay personas
que
padecen un cierto síndrome que se caracteriza por la falta del supuesto
de
que las personas tienen mentes, y se evidencia en el hecho de tratar
a
los demás como si fueran muñecos hinchables.) Nuestros sentimientos
de
amor hacia los miembros de nuestra familia incorporan cierto supuesto
acerca
de las leyes del mundo natural, en concreto, una inversión de las
leyes
comunes de la genética. Los sentimientos familiares están diseñados
para
ayudar a nuestros genes a reproducirse, pero no podemos ver ni oler
los
genes. Los científicos utilizan la genética para deducir cómo los genes
se
distribuyen entre los organismos (por ejemplo, la meiosis y el sexo son
la
causa de que la descendencia de una pareja comparta un cincuenta por
ciento
de sus genes); nuestras emociones sobre la familia usan un tipo de
genética
inversa para averiguar cuál de los organismos con los que
interactuamos
es probable que comparta nuestros genes (por ejemplo, si
alguien
parece tener los mismos padres que nosotros, se le tratará como si
su
bienestar genético coincidiera en parte con el nuestro). En capítulos
posteriores
volveré a incidir sobre estos temas. La mente tiene que construirse
con
partes especializadas porque tiene que resolver problemas especializados.
Sólo
un ángel podría satisfacer los requisitos de un
solucionador
de problemas. A nosotros, mortales, no nos queda más remedio
que
hacer conjeturas falibles a partir de una información cuyo
carácter
es fragmentario. Cada uno de nuestros módulos mentales resuel-
ve
su problema irresoluble a base de confiar en cómo funciona el mundo,
haciendo
suposiciones que son indispensables pero indefendibles, dado
que
la única defensa posible es que las suposiciones fueron lo bastante
buenas
y acertadas para el mundo en que vivieron nuestros antepasados.
El
término «módulo» sugiere componentes desprendibles y, al tiempo,
engastados,
lo cual le hace ser equívoco. Los módulos mentales probablemente
no
son visibles a simple vista, como sucedería si fuesen territorios
circunscritos
en la superficie del cerebro o regiones bien diferenciadas
como
el solomillo o la espalda de ternera en la sección de carnes de un
supermercado.
Un
módulo mental probablemente se parece más a un canal
viario
desparramado de modo difuso por entre las protuberancias y grietas
del
cerebro; o puede introducirse en regiones que se hallan
interconectadas
por fibras responsables de que las regiones actúen como
una
unidad. La belleza del procesamiento de información radica en la flexibilidad
de
su exigencia de sedes físicas localizadas. Al igual que la dirección
de
una empresa puede diseminarse por lugares enlazados mediante
una
red de telecomunicaciones, o al igual que en un ordenador un programa
informático
se almacena fragmentado en diferentes partes del disco
duro,
o memoria ROM, la circuitería subyacente a un módulo psicológico
puede
distribuirse por el cerebro de un modo espacialmente aleatorio.
Además
los módulos mentales no tienen que estar aislados unos de
otros,
ya que se comunican sólo a través de unos pocos conductos estrechos.
(Se
trata de una acepción especializada de «módulo» que muchos
científicos
cognitivistas han debatido, siguiendo la definición dada por
Jerry
Fodor.) Los módulos se definen por las cosas especiales que hacen
con
la información que tienen disponible, no necesariamente por la
tipología
de la información de que disponen.
Noam
Chomsky, con su propuesta de un «órgano mental», permitió
superar
la torpeza implícita en la metáfora de un «módulo mental». Un
órgano
del cuerpo es una estructura especializada hecha a medida para
llevar
a cabo una función particular. C o n todo, nuestros órganos no vienen
envasados
en bolsas como los menudillos de pollo, sino que están
integrados
en un todo complejo. El cuerpo se halla compuesto por sistemas
que
se dividen en órganos que están formados por tejidos constituidos
a
su vez a base de células. Ciertos tipos de tejidos, como el epitelio, se
utilizan,
con modificaciones, en muchos órganos. Ciertos órganos, al igual
que
la sangre y la piel, interactúan con el resto del cuerpo a través de una
extensa
interfaz convoluta (helicoidal), y no pueden ser englobados por
una
línea de puntos. A veces es confuso saber dónde acaba un órgano y
dónde
empieza otro, o qué tamaño debe tener un pedazo de cuerpo para
poder
ser denominado órgano. (¿La mano es un órgano? Y ¿el dedo? Y
¿la
falange del dedo?) De todas formas sólo se trata de pedantes cuestiones
terminológicas,
y ni los anatomistas ni los fisiólogos ha desperdiciado
su
tiempo en este tipo de cosas. Lo cierto, con todo, es que el cuerpo no
es
una masa de carne en conserva, sino que cuenta con una estructura
heterogénea
formada por muchas partes especializadas.Todo esto probablemente
sea
también cierto en el caso de la mente.Tanto si establecemos
fronteras
claras y precisas para los componentes de la mente como si no,
lo
cierto es que la mente tampoco está hecha de carne en conserva mental,
sino
que cuenta con una estructura heterogénea formada por muchas
partes especializadas